sábado, 22 de mayo de 2010

Dediquémonos al cine



Se trata de rodar un cortometraje. Quiero que sea surrealista e interactivo, porque ha de suscitar reacciones complejas de comprensión o rechazo en el público. El comienzo refleja un amanecer de invierno en la gran ciudad: ambiente gris, lluvia, tráfico intenso, transeúntes apresurados mirando al suelo bajo los paraguas. Muchos paraguas. La cámara insiste en los paraguas, primeros planos de mangos y varillas, perspectivas de aceras largas cubiertas de húmeda y brillante tela de paraguas. Es la única manera de que el espectador comprenda por qué el protagonista, que acaba de salir de un portal, masculla una maldición: el paraguas se le ha olvidado arriba, claro. Es importante que no se entienda esta primera frase del personaje. Sería un recurso demasiado fácil hacerle decir “¡Maldición, he olvidado el paraguas!” Si se tienen dudas acerca de si el espectador entenderá el enfado del protagonista, siempre podrá acentuarse el carácter gestual de la escena, de modo que nuestro hombre, al salir, haga algunos aspavientos de fastidio, extienda la mano para que se vea que se ha dado cuenta de que llueve, mueva los brazos como si tratara de abrir un paraguas, mire con desesperación hacia arriba y encoja los hombros resignado para que todo el mundo se haga a la idea de que no merece la pena volver a subir ocho pisos porque el ascensor está estropeado. Y si se sospecha que la perspectiva de la escalada al octavo no va a quedar lo suficientemente clara, no puede caerse en la tentación de hacerle decir al protagonista que el ascensor no funciona; no, por supuesto que no, sería un recurso demasiado fácil. Siempre puede añadirse, al conjunto de gestos que ya ha hecho, el de subir escaleras mostrando ocho dedos y el de cansarse mucho, y a continuación el de apuntarse con el pulgar al pecho, mirando a la cámara con una amarga media sonrisa, y decir que no con el dedo índice. Con un último ademán que exprese más o menos que hay que joderse, el protagonista echa a andar calle abajo, con las manos en los bolsillos, la cabeza hundida entre los hombros, y completamente empapado por haberse entretenido tanto en gesticular delante del portal de su casa.

A estas alturas es previsible que algunos espectadores se hayan ido ya, al menos todos aquellos que no esperasen que la película fuese muda. No lo es, pero ellos no lo saben, y de todas formas les parece muy visto ese inicio mañanero y lluvioso. No hay que preocuparse por estas deserciones, porque como el corto es interactivo y precisamente pretende que el espectador reaccione, la huida es todo un éxito. Siempre que no sea total, claro está. Deben quedar algunos en la sala que sigan interactuando, pero en plan positivo, asimilando los mensajes que se les van lanzando desde la pantalla. En ella, por cierto, nuestro protagonista avanza hecho una verdadera sopa. Los espectadores se darán cuenta de que esta situación es enormemente fastidiosa para él, porque más o menos todos tenemos la experiencia de caminar bajo una lluvia copiosa y sabemos que la cosa se las trae. Así que no es necesario subrayar la molestia de nuestro hombre mostrando, por ejemplo, cómo el jersey se le va agrandando al cargarse de agua, o cómo saca varias pequeñas truchas de alguno de los bolsillos de su abrigo, convertidos todos en auténticos acuarios. Esto acentuaría desde luego el carácter surrealista del corto, pero disminuiría considerablemente su interactividad, y hay que mantener el equilibrio a toda costa.

El protagonista entra finalmente en un local. Debe haberse dejado transcurrir el tiempo suficiente para que el espectador asuma que es imposible seguir en la calle y respalde así psicológicamente el comportamiento de nuestro hombre, que se acerca al mostrador y dice (y bien clarito, para que se fastidien los que pensaron que la película era muda): “Un café y un par de churros”. Esta frase debe cumplir el objetivo de incomodar al espectador, que lógicamente se extrañará porque sabe que los churros no se piden por pares; así se va introduciendo en la escena cierta sensación de rareza que prepara la inesperada respuesta del barman: “Los veo, y van veinte más”. Un primer plano del rostro todavía chorreante del protagonista, con una muy reconocible expresión de asombro, pasa a ocupar ahora toda la pantalla. El plano debe mantenerse unos segundos para que el espectador tenga tiempo de reconstruir el pensamiento de nuestro héroe, que con su sola mirada debe transmitir todo lo que que pasa por su imaginación en ese momento. Y no es poco, empezando por preguntarse dónde ve el encargado del local el par de churros, porque le ha respondido dirigiéndose directamente a él, sin mirar a ningún otro sitio, y además la barra está absolutamente vacía; ¿acaso piensa que se los ha traído de su casa para tomarlos allí con el café?; y en todo caso, ¿por qué se empeña en ponerle diez veces más, si está claro que no hay quien pueda tomarse en solitario tal papelón de churros?

La escena, ahora en plano medio, es tensa. El local es oscuro. A uno y otro lado del mostrador están los dos sujetos, violentamente iluminados por la solitaria bombilla que cuelga del techo. El hombre sin paraguas lo intenta de nuevo: “Mejor póngame sólo el café”. La respuesta es rápida: “Órdago a la grande”. No nos debe desanimar mucho que durante la proyección de la película en salas comerciales haya una nueva retirada de espectadores precisamente en este punto. Es un nuevo éxito de la interactividad, ahora propiciada por el surrealismo de la escena, tan intenso que resultará insoportable para muchos. Es cosa que no se puede evitar. Los que se vayan se perderán el desenlace, que ya está cercano. Sucede así:

Nuestro hombre mira a un lado y a otro, nervioso. Advierte que no está en un bar, que se ha equivocado de local, tal vez trágicamente; este adverbio es sugerido por la música, una sucesión sincopada de disonancias muy agudas de la cuerda, mezcladas quizás con gritos de animales (puede indicarse al técnico de sonido que pruebe a grabar a un mono al que se le ofrecen y retiran continuamente bandejas repletas de frutas). El protagonista retrocede, primero lentamente separándose del mostrador, y luego más rápido, hasta alcanzar la puerta. Sale a la acera. Mira hacia arriba, con la lluvia golpeándole de nuevo la cara, y lee el cartel que corona el portal por el que acaba de salir. Primer plano del letrero: “Faroles Gómez”. Fundido en negro. Fin. Títulos de crédito (o no, si se ve mejor no asumir demasiadas responsabilidades).

Sólo los espectadores que han aguantado hasta el final comprenden que, efectivamente, Gómez el farolero ha cumplido a la perfección con su trabajo, que es lo que debemos hacer todos. Y es que el arte contemporáneo no debe huir de las moralejas edificantes, qué caramba.

jueves, 20 de mayo de 2010

Gas

El agente de policía Gonzalo G. P., miembro de la brigada antidisturbios, padeció durante años una extraña enfermedad profesional: cada vez que la dolencia se manifestaba, sufría un ataque de gases y se le saltaban las lágrimas.

sábado, 15 de mayo de 2010

Curiosidades del olimpismo



Uno de los secretos mejor guardados de Pierre de Frédy, Baron de Coubertin, el moderno restaurador de los Juegos Olímpicos, era su escudo de armas: en campo de azur, un tenedor de plata muy pequeño muy pequeño; un cubertín.

martes, 11 de mayo de 2010

Folleto de la Reserva Ornitológica


¿No tiene nada especial que hacer en estas entrañables vacaciones? Visite nuestra reserva ornitológica “La quimera del loro”. No se arrepentirá. He aquí un pequeñísimo avance de lo que podemos ofrecerle.
La visita se inicia muy de madrugada, horas antes de la salida del sol. Tras la llegada al centro de visitantes, nos pondremos en marcha hacia el hábitat natural de nuestras aves. El trayecto es corto: sabremos que hemos llegado a nuestro destino porque encontraremos el suelo lleno de nidos de lechuza chapucera, ave incapaz de sujetarlos debidamente a las ramas de los árboles. El ruido de los tropezones y el chasquido de los nidos pisoteados no nos impedirá espiar las curiosas costumbres del búho nero, que recorre los bosques recogiendo todo tipo de desechos, y que no hace demasiado caso a los curiosos amantes de la naturaleza que los observan. Sí tendremos que tener cuidado, sin embargo, con lo que nos pueda caer encima, y no por los nidos de lechuza chapucera, normalmente livianos (se han desplomado a veces con 2 ó 3 pollos de varios kilos dentro, pero no es frecuente: se caen antes), sino porque son las horas nocturnas las preferidas por el quebrantaquesos para bombardear la floresta con las piezas artesanales de leche de oveja que se elaboran en la comarca. Estas inteligentes aves han desarrollado infalibles argucias para despistar a los guardas de los almacenes, y elevándose con su botín, lo sueltan desde gran altura para reventarlo contra el suelo y así, vencida la dura corteza, comer tranquilamente.
Pero es en las horas diurnas cuando el espectáculo de la reserva alcanza todo su esplendor. Al alba podremos ver al buitre mendista, siempre exagerado en sus ademanes, tan adaptado al medio en el que se desenvuelve que lo mismo come cortezas de queso que pollos lisiados de lechuza chapucera. Asistiremos a las ruidosas cacerías del águila barriobajera, que insulta a sus presas para desmoralizarlas antes de caer sobre ellas; con suerte, tal vez sorprendamos a estas fieras emplumadas en su ritual de apareamiento, con continuos desplantes, miradas torvas, escupitajos de medio lado y expresiva gesticulación de sus garras: los machos suelen agitar ante sus rivales una de ellas, manteniendo en posición vertical, hacia arriba, su dedo central mientras repliegan los otros sobre sí mismos.
Y no todo acaba con las rapaces y las carroñeras. Tras un corto trayecto en vehículos todoterreno llegaremos a los humedales, para contemplar a nuestras anchas a las aves acuáticas: veremos al pato de feria, nadando en apretadísimas bandadas amarillas, marcados ya todos los ejemplares con argollas en la espalda y numeritos en la barriga; nos deleitaremos con la afanosa espátula, chapoteando en sus estanques de aguaplast; disfrutaremos del plumaje azul asfixia del flamenco flatulento, feliz en sus charcas de agua con gas; y seremos testigos del vuelo de la garceta de Madrid, majestuoso y grave, como corresponde a su condición de volatín oficial del Estado, acudiendo siempre allí donde hay lagunas. Los gazapos gigantes, abundantísimos entre las apiladas masas de garcetas de Madrid, son la presa preferida del milano miope, única rapaz conocida que no necesita tener buena vista para asegurarse copiosos banquetes, de tan visibles que son siempre sus víctimas.Y eso no es todo. Recomendamos que no abandonen la reserva sin acercarse de nuevo al centro de visitantes, donde, además de adquirir algún recuerdo, podrán asistir en vivo al trabajo de nuestros biólogos: es enternecedor ver con qué atención siguen las lechuzas chapuceras las clases de ubicación nidal y entrelazado de ramas, sobre todo si se contrasta con el desinterés con el que acuden las águilas barriobajeras a las sesiones de inducción al comportamiento sociable: recostadas contra la pared, con un palillo en el pico, y mirando todo el tiempo a las lechuzas mientras emiten un extrañamente carcajeante sonido gutural.