martes, 20 de julio de 2010

El lugar del abrazo

El lugar del abrazo es una playa apacible y solitaria en la que acaba de ponerse el sol. No importa que esté al norte o al sur, y da igual que sea invierno o verano. Poco a poco, la luna va iluminando la arena y las olas.

lunes, 19 de julio de 2010

Memoria




Entré en el recogido claustro de San Lorenzo, en Florencia, después de visitar la Iglesia. Distraído, reparé en algunas de las lápidas de quienes están allí enterrados, dispuestas verticalmente en el muro. Siempre se dedican bellas y sentidas frases a los que ya no están para leerlas: "Dejó deseo de sí en los amigos, e inmenso dolor en los hijos", (“Lasciò desiderio di se negli amici, ed alto dolore nei figli”), cosas así. La curiosidad suele tirar de mí para leer este tipo de textos, frente a los cuales no acostumbro a ser tan escéptico como tantos descreídos: siento que en ellos hay más verdad que compromiso.

Me detuve ante una amplia losa de mármol dedicada a una joven noble muerta a los 26 años, en febrero de 1835: Elisabetta, née Corsini-Waldstaetten. Fue el desconsolado marido el que redactó el epígrafe; debía de ser mayor que ella (“Te me has adelantado por aquel camino en el que creí te precedería”), y el llanto se le adivina en la serie de elogios que dedicó a quien fue su esposa (“tú, delicia y gloria de los tuyos, por la angélica simplicidad de costumbres, por cristianas virtudes de todos conocida, sólo de ti misma ignorada, tú guía, tú luz y esperanza”). Las circunstancias de la muerte fueron al parecer trágicas, tal vez a resultas de una enfermedad de transcurso rápido que se la llevó cuando estaba embarazada (“en medio de la paz del hogar, próxima a alegrarme con nueva prole, de improviso y sin defensa posible me fuiste arrebatada”). El marido confesaba que había muerto con ella lo mejor de sí mismo, y que ya no le quedaba en la vida más que sus hijos (“ahora que contigo está sepultada la óptima parte de mí, y hasta que no me sea dado acompañarte, sólo en los tiernos hijos que me has dejado espero consuelo"). Me conmovió ese sentimiento tan vivo expuesto en la pared del claustro, llamando a la compasión de quien tuviera la paciencia y la deferencia de leer la cuidada leyenda. Aquel "dolentissimo" Iacopo Casanova que concibió la lápida quiso dar testimonio de su amor y de su dolor, testimonio que sólo puede llegarnos a través de los años y los siglos si le prestamos la mínima atención que nos viene reclamando desde entonces.

Casi sin querer me encontré leyendo la lápida siguiente. Está junto a la anterior y es del mismo tamaño y estilo, pero no se me ocurrió pensar en principio que tuviese alguna relación con la primera. Y claro que la tiene: fue escrita “En honor y memoria del Generale Cav. Commendatore Iacopo, hijo de Agapito Casanova”, muerto el 9 de mayo de 1835. Volví a la inscripción anterior, y efectivamente precedía al nombre de Iacopo Casanova la abreviatura “Gen[enerale]. Com[mendatore]. El doliente marido no sobrevivió ni tres meses a su amada. Tenía 60 años, y hasta aquel fatídico febrero en que enviudó, su vida había transcurrido entre glorias militares y delicias familiares; al menos en el drástico resumen biográfico de la lápida, que no deja dudas sobre la causa de su muerte: “en el colmo de los honores, entre las alegrías y esperanzas domésticas, le fue arrebatada por muerte súbita su dilecta esposa; se precipitó en un abismo de dolor, de tal modo que pronto cayó enfermo y dejó sin más de vivir”. Ambos comparten la tumba desde entonces. Este segundo epígrafe fue redactado por los tutores testamentarios de los huérfanos, dos niños que debían de ser aún de corta edad y cuyos nombres, Antonietta y Averano, hiceron constar aquellos a cuyo cargo quedaron.

Es fácil que, después de leer las dos lápidas, los pensamientos del ocioso visitante del claustro vuelen hacia aquellos niños, sometidos en tan corto espacio de tiempo a pérdidas tan devastadoras. Y si el visitante, siguiendo con su serie de lecturas, pasa a la siguiente lápida, más pequeña que las otras dos, podrá sentir incluso la voz de uno de ellos: en efecto, es Antonietta, en primera persona, quien habla ahora desde este trágico muro: “Fui Antonietta Casanova, dulce primicia y por cinco años objeto de la dilecta solicitud de mis óptimos padres, a quienes perdí, uno tras otro, en breve tiempo”. No sabemos quién fue el redactor esta vez, pero al adoptar la voz de aquella niña de cinco años quiso, innecesariamente, acentuar el dramatismo de su muerte, acaecida el 22 de mayo de aquel negro 1835; sólo trece días sobrevivió la pequeña a su apenado progenitor. El sentido teatral del epígrafe se sigue manifestando en las siguientes líneas: cuenta Antonietta que, en su tristeza, no cesaba de llamar a sus infortunados padres, hasta que su madre se le apareció desde el cielo y ella subió entonces a reunirse con los dos. Y aún otro golpe de efecto: se dirige luego la niña a su hermano menor, diciéndole que no sufra, porque se ha ido feliz, y animándole, como último del linaje que ya es, a que honre su nombre: en efecto, ya sólo él quedaba para “dejar viva la imagen de la virtud de los nuestros”.

Las últimas dos líneas de esta tercera lápida interpelan directamente al lector, incitándole a meditar. No hacía yo otra cosa cuando salí de nuevo al sol y al vivísimo bullicio de la calle.