sábado, 15 de septiembre de 2012

Rojo


Me gusta el color rojo. Aspiro tranquila el aire tibio de la tarde y descanso junto a la entrada, apoyada como siempre en el pretil de hierro de la escalera. Más allá del jardín, por encima de la verja, se alcanza a ver la calle; pasa el rojo en el vestido estampado de una señora, amarrado a la trenza de una niña morena, brillando en la carrocería de ese alegre descapotable.
Un sonido sordo hace que me vuelva hacia la casa. Tras los cristales de una de las ventanas se agitan unas manos pequeñas y blancas con las uñas pintadas de rojo. Son las manos que me han acariciado y que me han bañado hoy, como todos los días. Ahora están crispadas. Otra mano, fuerte y ancha, las aprisiona; el azul de sus venas se destaca a través del cristal, y también, por un momento, el gesto rabioso de un rostro desconocido que se revuelve hacia esos ojos siempre dulces y ahora tan abiertos que tan bien conozco, hacia los labios que han besado todos mis atardeceres y que no paran de dibujar llamadas incesantes, moviéndose en gritos silenciosos, mudos en su desesperación por cruzar la barrera transparente que parece a punto de ceder y que no cede. Ese vidrio que vibra con un zumbido a cada golpe es ahora la estrecha frontera que separa los estertores de una muerte y la quietud de un ocaso tan hermoso. Al cabo de un instante, el reflejo rojizo del crepúsculo vuelve a hacerse dueño de la plácida superficie del cristal.
Deslizo mi mirada por la oscura pared de ladrillo. Vetas verde hiedra interrumpen la continuidad, rojo viejo, de la fachada. La gruesa puerta de caoba, tan cerca de mí, desaparece en su vano, huyendo del destello de bronce de la cerradura, repentinamente tragada por la penumbra de la casa. La figura apresurada de un hombre alto, fuerte y gris casi me roza al bajar la escalera. Los siete peldaños absorben su atención y no tiene tiempo de verme. Pero yo quedo envuelta en su olor y retengo la imagen de su rostro fruncido, de su mano fuerte de venas azules, de las manchas rojas del faldón de su chaqueta y de sus ojos enormes clavados como una pértiga en los siete escalones bajo su salto.
Por eso puedo reconocerlo cuando vuelve; su mirada, inquieta, tampoco se posa en mí. Siguiendo los recuadros de luz que se abren en la fachada adivino su recorrido dentro de la casa. Oigo el crujido de la puerta trasera, el rumor de la pala con la que cava, el golpe blando de un cuerpo que se desploma, el suave caer de la tierra que va cubriendo la zanja, sus leves pisadas acercándose, rodeando la casa. Veo aparecer el contorno gris de su figura, la punta roja de su cigarrillo, el brillo de sus ojos que por fin reparan en mí, que se aproximan. Puedo casi tocar su camisa o su cuello sudoroso cuando saca la navaja, ya limpia, del bolsillo. Ahora que sé que nadie va a volver a bañarme, a acariciarme y a besarme cada día, no me importa que corte mi tallo espinoso y luzca mis pétalos rojos en el ojal.